Las pasiones desnudas

Las revistas de desnudos son consideradas como exclusivas para adultos. Quienes se oponen a este hecho argumentan que el cuerpo humano es lo más natural del mundo. Que hay grandes obras de arte de desnudos y que el morbo se encuentra dentro del observador sin importar lo que vea y como lo vea.


Pocos argumentos encuentro de mi parte para refutar lo anterior. Lo que me consta es que lo común carece de emoción y lo extraordinario genera excitación.

Como ejemplo de esta tremenda frase que seguramente será recordada en los grandes libros de la humanidad como el más certero silogismo bordado por mente alguna, diré lo siguiente: actualmente en muchos lugares se censura el uso de la minifalda. Lo cual se hace no por incentivar un incremento en las ventas de la industria textil, que con la popularidad de esta prenda se encuentra al borde del abismo económico al reducirse en forma dramática la cantidad de tela necesaria para estas breves prendas. En realidad se censura porque las buenas o malas conciencias argumentan con ferocidad que el ver los pronunciados, leves, níveos o bronceados contornos de las extremidades inferiores femeninas pueden despertar en los débiles varones la concupiscencia de la carne que a todo mundo perjudica. Así la minifalda pasa de ropa pequeña a una enorme tentación al pecado.

Sin embargo en los lugares calurosos, usualmente las chicas, señoras, niñas usan pantalones cortos, minifaldas o incluso trajes de baño como ropa normal y nadie considera eso como una conducta impropia. Simple y sencillamente es la forma en que se visten. Así como se ven los miembros de una primitiva tribu que apenas si usan por mero sentido utilitario un taparrabo. Es decir, si todos estuviéramos desnudos todo el tiempo, el desnudo carecería de atractivo.

Por el otro lado, es de todos sabidos que la época victoriana estuvo llena de reglas sobre todo en el vestir. De hecho a partir de los 16 años una señorita decente tenía que llevar el largo de su falda o vestido hasta bien entrado su zapato o bota, lo que aseguraba que no se mostrara ni un milímetro de piel. Apuesto que más de un escritor de la época (y apuesto porque ahorita no recuerdo del nombre de ninguno) hicieron narraciones abrumadoramente eróticas de cómo un centímetro de piel se asomaba entre la larga falda y los altos zapatos de una dama hermosa. Hecho que por supuesto en nuestros tiempos y nuestros días no nos causaría la menor reacción. Pues a lo menos estamos acostumbrados a ver brazos y una buena cantidad de piernas desnudas y cuando es primavera y la naturaleza renace, los escotes no nos son del todo escasos. Así que un fragmento mínimo de tobillo nos tiene sin cuidado. Claro siempre y cuando no vivamos en el medio oriente dónde hay regiones que si le pudieran tapar los ojos a las damiselas se los tapaban.

Así que me pregunto, ¿Qué será más pervertido? ¿Ver las brunas piernas en completa posesión de una minifalda en la actualidad? ¿o ver un destello breve de piel en la moda victoriana? Lo que parece claro es que en verdad no depende de cuánto se muestre sino de lo que la costumbre nos permita ver cómo común o extraordinario y de otro elemento más del cuál no hablé por ser mucho más complicado: la intención.

(Este artículo ha sido patrocinado por la Asociación Latinoamericano de Revistas que No Invierten en Vestuario, AC)

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