La bifurcación del recuerdo

Ahora si me aventé un título de lujo. Ya hubiera querido mi maestro German Dehesa haber pensado en esté título tan rimbombante, plástico y por su fuera poco eufónico. A decir verdad, es muy probable que si lo leyera mi maestro lanzaría un par de improperios jarochos (ya sabemos que los Veracruzanos no se caracterizan por el habla tersa y propia) con los cuales me tildaría de payaso.


La palabra bifurcación que nada más quiere decir que un flujo se divide en dos, la aprendí de una de las grandes inspiraciones de mi maestro: Jorge Luis Borges. Un tipo que leía todo y lo peor del asunto era que lo memorizaba también y tan bien. Así que el tipo argentino era una biblioteca con pies, que de cualquier cosa de la que hablara o escribiera lo transformaba en un tema interesantísimo. Corrijo, lo hacía interesante no porque supiera todas esas cosas sino por su vocación de escritor, su vocación de compartir.

Hoy estaba pensando que los recuerdos tienen dos caras y que nosotros elegimos quedarnos con la positiva o con la negativa. Hace algunos años, cuando arduamente estudiaba mi carrera profesional, me encontré ante la terrible realidad de tener que realizar mi mal llamado “servicio social” so pena de no recibir mí laureado título. Pensando en mis opciones que eran: pasar un verano ayudando a leer a niños indígenas en comunidades apartadas (apartadísimas de cualquier cosa), conquistar con mis encantos a la señora gruñona que autorizaba el servicio o pasar un semestre en el centro de computo, opté por esta última. No es que no tenga vocación de servicio, simplemente no poseo las habilidades suficientes para sobrevivir apartado de la corriente eléctrica y de haber seleccionado la opción de las comunidades muy probablemente me hubiera costado mi mermada integridad física. La segunda opción también, muy humanitaria (deberían de haber conocido a la señora gruñona del servicio), se me hizo al final muy complicada y que también comprometería mi integridad física (la señora pesaba dos veces lo que yo).

Así, una vez con la determinación de ingresar al centro de cómputo lo hice sin dilación. He de confesar que esto me propicio algunos altercados con una de mis novias de ese tiempo, porque en aquel lugar de silicio, plástico y electricidad también abundaban gacelas que no perdieron un instante en querer atrapar a un sobresaliente galán como lo era yo, aún desde aquel entonces.

Mi tiempo en ese lugar lo recuerdo como un momento sobresaliente en mi vida universitaria, pero ahí mismo sucedió algo que todavía me es imposible recordarlo sin que un escalofrío recorra mi musculoso y bien formado cuerpo.

Resulta que a pesar de ser “personal autorizado” no contaba con las contraseñas “mágicas” para la mayoría de las computadoras con mejores recursos. Así, en una ocasión otros estudiantes de mayor “rango” deseaban instalar aplicaciones en dichas computadoras me di a la tarea de pegármeles como sanguijuela para obtener la valiosa palabra clave. Pero habrán de entender que mi yo de ese tiempo era ingenuo y noble, así que no supe como distraerlos, como de reojo obtener tan codiciado santo y seña sin ser notado. Me acerqué a una chica del grupo y le pregunte dos veces, como un estúpido si: “estaban encriptando algo” y las dos veces se me quedó viendo como si contemplara a un cachorro que quiere pasar a través de un cristal y que no entiende que se lo impide. En esas andaba cuando uno del equipo le dijo a la chica “cuidado con la contraseña” y ella simplemente asintió con la cabeza. Quisiera decir que la chica quedó cautivada ante mis encantos y no tuvo otro remedio sino darme lo que necesitaba (es decir la contraseña), quisiera decir que encaré al tipejo que se atrevió a poner en duda mi honorabilidad delante de una dama y demás barbajanes que lo acompañaban. Pero lo que sucedió fue que salí sumamente apenado de la sala de cómputo. ¿Fue porque no pude lograr mi cometido? ¿Fue porque un tipo como ese pudo leer fácilmente mis intenciones? ¿Fue porque quería hacer algo inmoral? ¿Fue porque mi honor quedó en tela de juicio? Haya sido por lo que haya sido cuando tengo contacto con la palabra encriptar, me recuerdo lleno de vergüenza con mi cabeza agachada viendo en el teclado lo que la chica a mi lado escribía y yo diciendo “encriptando” sin sentido ni razón, con las mejillas encendidas de nerviosismo y pena. Quizá yo soy el único que recuerda eso y de esa manera, a pesar de que por lo menos cinco lo vivimos, pero así son los eventos se bifurcan entre la memoria y el olvido.

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