El insulto de lo expuesto

Ni yo le entendí al título del día de hoy, pero como tengo que escribir algo que incremente el número de lectores los títulos de las entradas tienen que ser difíciles de entender y a la vez llamativos. Es un trabajo difícil pero alguien tiene que hacerlo (ajá).


La semana pasada en Apócrifo los escuchas quisieron hablar del Gore. A mí este género me desagrada aunque confieso que bien utilizado puede ser efectivo. Me desagrada porque generalmente en las artes lo explícito termina por agredir al espectador (¿alguien podría traducir esto al español por favor?). Es decir que cuando muestra TODO (así con mayúsculas) el arte muchas veces pierde su sentido. Y esto funciona así, no nada más con la sangre, sino con todas las cosas.

Para mí el más grande ejemplo al respecto es la cinta El Bebe de Rosemary (Polanski, 1968). El protagonista del filme es un bebe harto maléfico. Es una presencia aterradora, escalofriante, delirante, pero nunca la vemos. Es precisamente este hecho, lo que hace al bebe un elemento aterrador, porque lo que nos produce el miedo no es una imagen sino lo que nosotros, en nuestro interior, entendemos como aterrador. Ese escalofrió que dejamos para lo que no entendemos y que cuando nos recorreré disminuye nuestro campo de visión y lleva un oleaje de sangre a nuestra cabeza mientras nuestras manos y pies se vuelven apéndices gélidos. Una imagen puede producirnos miedo a algunos (a unos más que a otros). El éxito de la película es que cada quien ponga sus miedos en ese niño presente e incorpóreo, y así termina asustándonos a todos, porque todos tenemos miedos y el miedo realmente no tiene rostro.

Esa es la sutileza del arte, sacar del espectador para enriquecer la obra. Y el Gore en ese sentido (como muchos desnudos) no deja nada a la imaginación. A veces funciona precisamente porque la obra así lo requiere ¿Dónde estaría Salvando al soldado Ryan (Spielberg, 1998) sin las escenas explicitas de sus primeros minutos?, pero muy pocas obras nos tratan de echar la realidad en la cara, de mostrarnos un lado real de la vida que la mayoría no conocemos. La mayoría de las obras Gore se afanan en mostrarnos lo desagradable simplemente como un espectáculo que satura al que lo ve. Tripas, chorros de sangre, mutilaciones cuyo propósito primario es entretener, sin embargo lo que terminan haciendo es embotar los sentidos.

De pronto lo que nos debería de causar asco o repulsión ya no lo hace, y cada vez queremos más y más y más y más y más. Sigmund Freud decía que las dos fuerzas primarias que mueven al ser humano son el Eros y el Destrodos, es decir, el sexo y la muerte. Y entre ellos realmente no hay mucha diferencia, de aquí que tanto el sexo como la violencia puedan (para algunas personas, de alguna forma) generar el mismo “placer”. Sin embargo el sexo es un mecanismo de la vida. Y nuestro rumbo debe ser precisamente hacía ahí (no precisamente hacía el sexo como algunos ya estarán pensado), hacía todo aquello que contribuya a la vida.

Todos tenemos sangre en las venas. El verla nos puede hacer recordarlo. El verla demasiado nos puede hacernos insensibles al leve vínculo que tenemos con la vida.

Dicen los hippies: “haz el amor no la guerra”, dice mi maestro García Márquez: “porque aquello que no tiene límites no es la muerte sino la vida”.

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