El paso imposible (primera parte)

La hermana de Felipe tenía tan solo cinco años, era una niña de piel aperlada, cabello negrísimo y de una risa fácil excepto cuando practicaba ballet. Entonces, sus ojos chisporroteantes se transformaban en tizones fijos. Por eso no le extrañó a Felipe que cuando su mamá dijo a la hora de la comida que no podría llevarla a la clase de esa tarde, la niña volteara hacia él. Usualmente inmune a las peticiones de una pequeña que le encantaba pedir por pedir, en esta ocasión ni siquiera le permitió preguntar. –Yo la llevo-, dijo, sin dejar de prestar atención a su plato. Quiso dejar a la imaginación la cara de su hermanita. Sonriente o seria, por lo menos estaba seguro de que estaba agradecida.


Cuarenta minutos y un camión más tarde, ambos se encontraban en frente de la escuela. Felipe se sentó en el sillón negro de la entrada y se disponía a leer Cronicas Marcianas de Ray Bradbury cuando la recepcionista: una señora de 30 y tantos años y cabello pintado de rubio le dijo que hacía poco tiempo se había abierto un curso para adultos principiantes y estaban ofreciendo una clase gratis.

Felipe sonrió, dijo que no y siguió leyendo. El tiempo pasó rápido. Una manita se interpuso entre el libro y la vista del muchacho. Abrazó a la niña y le dio un beso. Ella sonrió como solía hacerlo, le tendió la mano y salieron.

Algunos eventos suceden de forma sorpresiva otros llevan tiempo. Fueron necesarias otras tres emergencias de la mamá de Marina y Felipe y una ráfaga de locura momentánea para que de pronto el chico se encontrara frente a un tubo que corría frente a un montón de espejos que tapizaban la pared. Delante de él doña Adelita, volteaba de vez en cuando recelosa del chico. A su espalda estaba Rocio, una ejecutiva treintañera que se la pasaba presumiendo de sus virtudes como ballerina cuando era una rolliza niña no más grande que la hermana de Felipe. Si el chico estaba pensando en gozar con la vista de mujeres maduras en leotardos su objetivo fue alcanzado, sin embargo creo que todavía no entendía el concepto de “mujer madura”. Las venerables matronas que asistían a la clase de ballet, no cumplían con los curvilíneos cuerpos que podían suponerse en los grupos de adolescentes. Todas con sobrepeso y buscando el ballet más como una especie de aeróbics con estilo que como un arte de gracia y belleza, todas se quejaban al brincar y no proporcionaban el atractivo visual que uno pudiera suponer. Así que si Felipe quería utilizar su clase gratis para gozar de una panorámica de la anatomía femenina seguramente quedó totalmente decepcionado. Sin embargo me atrevería a asegurar que su verdadera motivación no estaba en las mujeres sino en esa pequeña personita que ante al espejo se convertía en una persona seria y concentrada. Seguramente quería entender que transmutaba a la pequeña Marina. Qué clase de psicotrópico podía encontrarse en los saltos y las puntas para propiciar un desorden de personalidad múltiple digno de cualquier cuento de terror. La única manera de entenderlo era exponerse a lo mismo. Y así lo hizo.

En su clase gratis trató de entender pero el destino también juega y fue este quien tiró los dados mientras el pianista tocaba una canción irreconocible. El maestro tuvo que salir al escuchar su teléfono móvil. Una emergencia dijo. Diez minutos después el destino mostró su resultado. Magdalena entró al salón, usando un suéter largo color verde que parecía justamente salido de una película de baile de los ochentas. El maestro no regresaría. Felipe hubiera querido agradecer a las coincidencias de un universo infinito, pero solo podía pensar en unos ojos intensamente azules que le miraban. (Y de pronto un día de suerte/se me hizo conocerte/y te cruzaste en mi camino/ahora creo en el destino). Felipe no creía en el amor a primera vista, pero pensó que si existiera sería algo muy parecido al ritmo que empujaba su corazón en esos momentos. Cuando todos desaparecieron y no pudo hacer otra cosa sino bajar su cabeza totalmente sonrojado.

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